Hubo un tiempo en el que se pintaban con cal blanca los cordones de las veredas y los troncos de los árboles. Años en los que las mujeres baldeadan con lavandina y acaroína y que las aulas olían a alcanfor, que brotaba de las bolsitas que llevaban niños y niñas colgando de sus cuellos, una especie de amuleto medicinal contra un virus que empezaba como una gripe, pero que podía terminar causando parálisis, deformidades, o con la condena a vivir conectado a un pulmotor.